Lectura 16 ~ El porqué de la cruz

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Cristo sufrió y murió . . .

PARA DARNOS UNA CLARA CONCIENCIA

¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?
Hebreos 9:14

Algunas cosas nunca cambian. El problema de una conciencia sucia es tan antiguo como Adán y Eva. Tan pronto como estos pecaron, su conciencia se manchó. Su sentido de culpa fue ruinoso. Arruinó su relación con Dios: se escondieron de él. Arruinó sus relaciones entre ellos: se culparon mutuamente. Arruinó su paz consigo mismos: por primera vez se vieron a sí mismos y sintieron vergüenza.

A través de todo el Antiguo Testamento, la conciencia fue un problema. Pero los sacrificios de animales en sí no podían limpiar la conciencia. «Se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto, ya que consiste sólo en comidas y bebidas, de diversas abluciones, y ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas» (Hebreos 9:9-10). Como una prefiguración de Cristo, Dios tuvo en cuenta la sangre de los animales como suficiente para limpiar la carne. Es decir, suficiente para limpiar la impureza ceremonial, mas no la conciencia.

Ninguna sangre de animal podría limpiar la conciencia. Ellos lo sabían (véase Isaías 53 y Salmo 51). Y nosotros lo sabemos. De modo que un nuevo sumo sacerdote viene —Jesús, el Hijo de Dios— con un mejor sacrificio: Él mismo.

«¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará nuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo» (Hebreos 9:14). Los sacrificios de animales prefiguraban el final sacrificio del Hijo de Dios, y la muerte del Hijo se retrotrae para cubrir todos los pecados del pueblo de Dios en antiguos tiempos, y se proyecta hacia delante para cubrir todos los pecados del pueblo de Dios en los nuevos tiempos.

Así, pues, estamos en la edad moderna —la edad de la ciencia, la Internet, el trasplante de órganos, el mensaje instantáneo, el teléfono celular— y nuestro problema es fundamentalmente el mismo de siempre: Nuestra conciencia nos condena. No nos sentimos suficientemente buenos para acercarnos a Dios. Y no importa lo distorsionadas que nuestras conciencias están, esto es, muy cierto: No somos suficientemente buenos para acercarnos a Él.

Podemos mutilarnos, o tirar a nuestros hijos en el río sagrado, o dar un millón de dólares a United Way, o servir en una cocina popular el Día de Acción de Gracias, o practicar cien formas de penitencia y masoquismo, y el resultado será el mismo: La mancha queda y la muerte aterroriza. Sabemos que nuestra conciencia está mancillada no con cosas externas como tocar un cadáver o comer un pedazo de cerdo. Jesús dijo que lo que sale de la persona es lo que contamina, no lo que entra (Marcos 7:15-23). Estamos contaminados por el orgullo y la lástima propia y la amargura y la lujuria y la envidia y los celos y la codicia y la apatía y el temor, y las acciones que alimentan. Estas son todas «obras muertas». No tienen vida espiritual en ellas. No proceden de una vida nueva: proceden de la muerte y conducen a la muerte. Por eso es que nos hacen sentir sin esperanza en nuestra conciencia.

La única respuesta en estos tiempos modernos, como en todas las otras épocas, es la sangre de Cristo. Cuando nuestra conciencia se levante y nos condene, ¿hacia dónde nos volveremos? Nos volveremos a Cristo. Volveremos al sufrimiento y a la muerte de Cristo, a la sangre de Cristo. Este es el único agente limpiador en el universo que puede dar descanso a la conciencia en la vida, y paz en la muerte.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

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