Lectura 32 ~ El porqué de la cruz

32

Cristo sufrió y murió . . .

PARA QUE PODAMOS VIVIR PARA CRISTO Y NO PARA NOSOTROS

Por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.
2 Corintios 5:15

Confunde a muchas personas el que Cristo murió para exaltar a Cristo. Traducido a su verdadero significado, 2 Corintios 5:15 dice que Cristo murió por nosotros para que podamos vivir para Él. En otras palabras, murió por nosotros para que lo tengamos en alto. Dicho sin rodeos, Cristo murió por Cristo.

Ahora eso es cierto. No es un juego de palabras. La misma esencia del pecado es que hemos dejado de glorificar a Dios, lo que incluye dejar de glorificar a su Hijo (Romanos 3:23). Pero Cristo murió para llevar ese pecado y para liberarnos del mismo. De modo que murió para llevar el deshonor que nosotros habíamos amontonado sobre Él por nuestro pecado. Él murió para cambiar esto. Cristo murió para la gloria de Cristo.

La razón de que esto confunde a las personas es que suena a vanidad. No parece como algo que por amor se hace. Parece convertir el sufrimiento de Cristo en todo lo opuesto a lo que dice la Biblia que es: el supremo acto de amor. Pero en realidad es ambas cosas. El que Cristo murió por su propia gloria y que murió para mostrar amor no solamente son verdades, sino que son la misma cosa.

Cristo es único. Nadie más puede actuar en esta forma y llamarlo amor. Cristo es el único ser humano en el universo que es también Dios y por tanto infinitamente valioso. Él es infinitamente hermoso en todas sus perfecciones morales. Él es infinitamente sabio, justo, bueno y fuerte. «ÉI es el resplandor de su gloria [la gloria de Dios] y la imagen misma de su sustancia» (Hebreos 1:3). Verlo y conocerlo es más satisfactorio que poseer todo lo que la tierra pueda ofrecer.

Los que lo han conocido mejor hablan de esta manera:

Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo (Filipenses 3:7-8).

El que Cristo murió para «que pudiéramos vivir para él» no quiere decir «que pudiéramos ayudarlo» «[Dios no es] honrado por manos humanas, como si necesitara de algo» (Hechos 17:25, NVI). Tampoco lo es Cristo: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45). Así que Cristo murió no para que pudiéramos ayudarlo, sino para que pudiéramos verlo y apreciarlo en su infinito valor. Murió para alejarnos de placeres mortales y hechizarnos con el deleite de su hermosura. En esta forma Él nos ama y recibe honra. Estas no son metas que rivalizan. Son la misma meta.

Jesús dijo a sus discípulos que tenía que irse para poder enviar al Espíritu Santo, el Consolador (Juan 16:7). Entonces les dijo qué haría el Consolador cuando viniese: «Él me glorificará» (Juan 16:14). Cristo murió y resucitó para que pudiésemos verlo y magnificarlo. Esta es la mayor ayuda en el mundo. Esto es amor. La oración más amorosa que Jesús jamás hizo fue esta: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo para que vean mi gloria» (Juan 17:24). Por esto Cristo murió. Esto es amor: sufrir para darnos gozo eterno, o sea, a sí mismo.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 31 ~ El porqué de la cruz

31

Cristo sufrió y murió . . .

PARA QUE MURIÉSEMOS A LA LEY Y LLEVEMOS FRUTO PARA DIOS

Habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios.
Romanos 7:4

Cuando Cristo murió por nosotros, nosotros morimos con él. Dios nos miró a nosotros los creyentes como unidos a Cristo. Su muerte por nuestro pecado fue nuestra muerte en Él. (Véase el capítulo anterior.) Pero el pecado no fue la única realidad que mató a Jesús y nos mató a nosotros. También lo fue la ley de Dios. Cuando violamos la ley pecando, la ley nos sentencia a muerte. Si no hubiera ley, no habría castigo. «Pues … donde no hay ley, tampoco hay transgresión» (Romanos 4:15). Pero «todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que … todo el mundo  quede bajo el juicio de Dios» (Romanos 3:19).

No había escapatoria de la maldición de la ley. Esta era justa, nosotros éramos culpables. Había sólo una manera de ser libre: Alguien tenía que pagar el castigo. Por eso Jesús vino: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición» (Gálatas 3:13).

Por tanto, la ley de Dios no puede condenarnos si estamos en Cristo. El poder que tenía para gobernarnos está doblemente roto. Por un lado, las demandas de la ley han sido cumplidas por Cristo a nuestro favor. Su perfecto cumplimiento de la ley está acreditado a nuestra cuenta (véase capítulo 11). Por otra parte, la penalidad de la ley ha sido pagada por la sangre de Cristo.

Es por eso que la Biblia tan claramente enseña que el estar a bien con Dios no se basa en guardar la ley. «Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él» (Romanos 3:20). «El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo» (Gálatas 2:16). No hay esperanza de estar con Dios por guardar la ley. La única esperanza es la sangre y la justicia de Cristo, que son nuestras solamente por fe. «Sostenemos que todos somos justificados por la fe, y no por las obras que la ley exige» (Romanos 3:28, NVI).

¿Cómo entonces agradar a Dios, si estamos muertos a su ley y ya no es nuestra maestra? ¿No es la ley la expresión de la buena y santa voluntad de Dios? (Romanos 7:12). La respuesta bíblica es que en lugar de pertenecer a la ley, que exige y condena, pertenecemos ahora a Cristo quien demanda y da. Antes, la justicia nos era exigida desde afuera en cartas escritas en piedra. Pero ahora la justicia surge dentro de nosotros como un anhelo en nuestra relación con Cristo. Él es presente y real. Por su Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad. Un ser viviente ha reemplazado una lista letal. «La letra mata, pero el Espíritu vivifica» (2 Corintios 3:6; véase el capítulo 14).

Por eso es que la Biblia dice que la nueva forma de obediencia es productora de fruto, y no la guardadora de leyes. «Hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (Romanos 7:4). Hemos muerto a la observancia de la ley, de suerte que podamos vivir llevando frutos. El fruto crece naturalmente en un árbol. Si el árbol es bueno, el fruto será bueno. Y el árbol, en este caso, es una viva relación de amor con Cristo Jesús. Para esto Él murió. Ahora Él nos exhorta: «Confía en mí. Muere a la ley, para que puedas dar frutos de amor».

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 30 ~ El porqué de la cruz

30

Cristo sufrió y murió . . .

PARA QUE PUDIÉRAMOS MORIR AL PECADO Y VIVIR A LA JUSTICIA

Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero,
para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia.
1 Pedro 2:24

Por extraño que parezca, la muerte de Cristo en nuestro lugar y por nuestros pecados significa que nosotros morimos. Podríamos pensar que teniendo un sustituto que muere en nuestro lugar, escapamos a la muerte. Y claro que escapamos a la muerte, la muerte eterna de miseria interminable y separación de Dios. Jesús dijo: «Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás» (Juan 10:28). «Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Juan 11:26). La muerte de Jesús realmente significa que todo aquél que en él cree, no se pierde, sino que tiene vida eterna (Juan 3:16).

Pero hay otro sentido en el cual morimos precisamente porque Cristo murió en nuestro lugar y por nuestros pecados. «Él mismo [llevó] nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos… » (1 Pedro 2:24). Él murió para que pudiéramos vivir; y Él murió para que pudiéramos morir. Cuando Cristo murió, yo, como creyente en Cristo, morí con él. La Biblia es bien clara: «Fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte» (Romanos 6:5). «Uno murió por todos, luego todos murieron» (2 Corintios 5:14).

La fe es la evidencia de estar unidos a Cristo de esta profunda manera. Los creyentes han sido crucificados con Cristo (Gálatas 2:20). Reflexionamos sobre su muerte y sabemos que, en la mente de Dios, estábamos allí. Nuestros pecados estaban sobre Él, y la muerte que merecíamos estaba ocurriendo en Él. El bautismo significa esa muerte con Cristo. «Fuimos sepultados… con él para muerte por el bautismo» (Romanos 6:4). El agua es como una tumba. La inmersión simboliza la muerte. Salir del agua simboliza salir a una nueva vida. Y todo esto es una representación de lo que Dios está haciendo «por medio de la fe». «[Hemos sido] sepultados con él en el bautismo, en el cual [fuimos] también resucitados con él mediante la fe en el poder de Dios» (Colosenses 2:12).

El hecho de que morimos con Cristo está vinculado directamente a su muerte por nuestro pecado. «Él mismo llevó nuestros pecados». Esto quiere decir que cuando abrazamos a Jesús como Salvador, abrazamos nuestra propia muerte como pecadores. Nuestro pecado llevó a Jesús a la tumba y nos llevó a nosotros allí con Él. La fe ve al pecado como un asesino. Mató a Jesús y nos mató a nosotros.

Por tanto, hacerse cristiano significa morir al pecado. El viejo ser que amaba el pecado murió con Jesús. El pecado es como una prostituta que ya no luce hermosa. Es la asesina de mi Rey y de nosotros. Por consiguiente, el creyente está muerto al pecado, nunca más dominado por sus atractivos. El pecado, la prostituta que mató a nuestro amigo, no tiene atractivo. Ella ha venido a ser una enemiga.

Nuestra nueva vida está ahora movida por la justicia. «Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros … vivamos a la justicia» (1 Pedro 2:24). La hermosura de Cristo, quien me amó y se dio a sí mismo por mí, es el deseo de mi alma. Y su hermosura es perfecta justicia. El mandamiento que ahora me encanta obedecer es éste (y yo te invito a seguirme). «Presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia» (Romanos 6:13).

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 29 ~ El porqué de la cruz

29

Cristo sufrió y murió . . .

PARA LIBRARNOS DE LA ESCLAVITUD DEL PECADO

Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos.
Apocalipsis 1:5-6

También Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta.
Hebreos 13:12

El pecado nos arruina de dos maneras. Nos hace culpables ante Dios, de modo que merecemos su justa condenación; y nos afea en nuestra conducta, de modo que desfiguramos la imagen de Dios que intentamos reflejar. Nos condena con la culpa y nos esclaviza al desamor.

La sangre de Jesús nos libera de ambas miserias. Satisface la justicia de Dios de modo que nuestros pecados pueden ser justamente perdonados. Y derrota el poder del pecado para hacernos esclavos del desamor. Hemos visto cómo Cristo absorbe la ira de Dios y erradica nuestra culpa. Pero ahora, ¿cómo la sangre de Cristo nos libera de la esclavitud del pecado?

La respuesta no es que Él sea un poderoso ejemplo para nosotros y nos inspire a liberarnos nosotros mismos de nuestro egoísmo. Claro, Jesús es un ejemplo para nosotros. Y uno muy poderoso. Claramente quiso decirnos que lo imitásemos. «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado que también os améis unos a otros» (Juan 13:34). Pero el llamado a la imitación no es el poder que libera. Hay algo más profundo.

El pecado es una influencia tan poderosa en nuestras vidas que debemos ser liberados por el poder de Dios, no por el poder de nuestra voluntad. Pero puesto que somos pecadores, debemos preguntar: ¿Está el poder de Dios dirigido hacia nuestra liberación o hacia nuestra condenación? Aquí es donde entra el sufrimiento de Cristo. Cuando Cristo murió para erradicar nuestra condenación, Él como que abrió la válvula de la poderosa misericordia celestial para que fluyera a favor de nuestra liberación del poder del pecado. En otras palabras, el rescate de la culpa del pecado y la ira de Dios tenía que preceder al rescate del poder del pecado por la misericordia de Dios. Las cruciales palabras bíblicas para decir esto son: La justificación precede y asegura la santificación. Ellas son diferentes. Una es una instantánea declaración (¡no culpable!): la otra es una transformación progresiva.

Ahora, para aquellos que confían en Cristo, el poder de Dios no está al servicio de su ira condenatoria, sino de su misericordia liberadora. Dios nos da este poder para cambiar a través de la persona del Espíritu Santo. Es por eso que esas bellezas que son el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fidelidad, la gentileza, el dominio propio son llamadas «el fruto del Espíritu» (Gálatas 5:22-23). Por eso es que la Biblia puede hacer la asombrosa promesa: «El pecado no se enseñoreará sobre vosotros, pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Romanos 6:14). Estar «bajo la gracia» asegura el omnipresente poder de Dios para destruir nuestro desamor (no todo al instante, sino progresivamente). No somos pasivos en la derrota de nuestro egoísmo, pero tampoco suministramos el poder decisivo. Es la gracia de Dios. De aquí que el gran apóstol Pablo dijera: «He trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Corintios 15:10). Quiera el Dios de toda gracia, por la fe en Cristo, librarnos tanto de la culpa como de la esclavitud del pecado.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 28 ~ El porqué de la cruz

28

Cristo sufrió y murió . . .

PARA LIBRARNOS DE LA FUTILIDAD DE NUESTRO LINAJE

Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación.
1 Pedro 1:18-19

El pueblo secular en Occidente, y los pueblos más primitivos en tribus animistas, tienen esto en común: creen en el poder de los lazos ancestrales. Lo llaman por diferentes nombres. Los pueblos animistas pueden hablar en términos de espíritus ancestrales y transmisión de maldiciones. Las personas que no son religiosas pueden hablar de influencia genética o de la herida de familiares abusadores, egoístas y emocionalmente distantes. En ambos casos hay un sentido de fatalismo según el cual estamos obligados a vivir con la maldición o las heridas de nuestros antecesores. El futuro parece fútil y vacío de felicidad.

Cuando la Biblia dice, «fuisteis rescatados de vuestras vanas maneras de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres», se está refiriendo al modo de vida vacío, insensato, infructuoso que termina en la destrucción. Dice que estas «maneras vanas» están conectadas con nuestros antepasados, pero no dice cómo. La cuestión crucial es notar cómo somos liberados del lazo de esa futilidad. El poder del libertador define la extensión de la liberación.

La liberación de la esclavitud ancestral tiene lugar «no con cosas corruptibles como oro o plata». La plata y el oro representan las cosas más valiosas con que pudiera pagarse nuestro rescate. Pero todos nosotros sabemos que son inútiles. Las personas más ricas son a menudo las más esclavizadas por la futilidad. Un jefe tribal rico puede ser atormentado por el miedo a un hechizo ancestral en su vida. Un presidente de una próspera compañía puede ser arrastrado por fuerzas inconscientes de su trasfondo que arruinan su matrimonio y sus hijos.

La plata y el oro no tienen poder para ayudar. El sufrimiento y la muerte de Jesús proveen lo que es necesario: ni oro ni plata, sino «la preciosa sangre de Cristo, como la de un cordero sin mancha y sin contaminación». Cuando Cristo murió, Dios tenía un propósito respecto a la relación entre nosotros y nuestros antepasados. Quería libertarnos de la futilidad que habíamos heredado de ellos. Esta es una de las grandes razones de la muerte de Cristo.

Ningún hechizo puede prevalecer contra ti, si tus pecados son todos perdonados, estás revestido con la justicia de Cristo y has sido rescatado por el amoroso Creador del universo. Los sufrimientos y la muerte de Jesús son la razón final por lo que la Biblia dice del pueblo de Dios: «Contra Jacob no hay agüero, ni adivinación contra Israel» (Números 23:23). Cuando Jesús murió, compró todas las bendiciones del cielo para todo el que confía en Él. Y cuando Jesús bendice, nadie puede maldecimos. Y ninguna herida causada por un padre está fuera del alcance del poder sanador de Jesús. El rescate sanador es «la preciosa sangre de Jesús». La palabra «preciosa» denota infinito valor. Por eso el rescate es infinitamente liberador. No hay esclavitud que pueda prevalecer contra esto. Por consiguiente, vamos a dejar la plata y el oro y echar mano al regalo de Dios.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 27 ~ El porqué de la cruz

27

Cristo sufrió y murió . . .

PARA SER UN SACERDOTE COMPASIVO Y COMPETENTE

Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.
Hebreos 4:15-16

Cristo llegó a ser nuestro Sacerdote por el sacrificio de sí mismo en la cruz (Hebreos 9:26). Es nuestro intermediario ante Dios. Su obediencia y sufrimiento fueron tan perfectos que Dios no lo rechazó. Por consiguiente, si vamos a Dios por su intermedio, Dios no nos rechazará tampoco.

Pero esto resulta mejor aún. En el camino a la cruz por treinta años, Cristo fue tentado como todo ser humano es tentado. Es cierto, nunca pecó. Pero hay personas de talento que han señalado que esto significa que sus tentaciones fueron más fuertes que las nuestras, no más débiles. Si una persona accede a la tentación, nunca alcanza la más plena y prolongada presión. Capitulamos cuando la presión sigue creciendo. Pero Jesús no. Nuestro Señor soportó toda la presión hasta el fin y nunca cedió. Él sabe lo que es la tentación en su máxima expresión.

Una vida de tentación que alcanzó su clímax en medio de abuso y abandono espectaculares le dio a Jesús una capacidad sin paralelo para compadecer a las personas que son tentadas y que sufren. Nadie jamás ha sufrido más. Nadie ha soportado más abuso. Y nadie jamás lo ha merecido menos ni tuvo más derecho de devolver golpe por golpe. Pero el apóstol Pedro dijo: «El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca, quien cuando le maldecían no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2:22-23).

Por consiguiente, la Biblia dice que Él puede «compadecerse de nuestras debilidades» (Hebreos 4:15). Esto es maravilloso. El resucitado Hijo de Dios, que está en el cielo a la diestra de Dios con toda autoridad sobre el universo, siente lo que nosotros sentimos cuando nos acercamos a Él en pesar o dolor, o acosados por las promesas de un placer pecaminoso.

¿Qué diferencia hace esto? La Biblia responde estableciendo una conexión entre la compasión de Jesús y nuestra confianza en la oración. Dice que puesto que Él es capaz de «compadecerse de nuestras debilidades… [por consiguiente nosotros debemos] con confianza acercarnos al trono de gracia, para que podamos recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:15-16).

Evidentemente, la idea es la siguiente: Nosotros probablemente no vamos a sentirnos bien recibidos en la presencia de Dios si llegamos ante Él con nuestras luchas. Percibimos la pureza y perfección de Dios tan profundamente que todo lo nuestro parece inapropiado en su presencia. Pero entonces recordamos que Jesús es «compasivo». Él está con nosotros, no contra nosotros. Esta conciencia de la compasión de Cristo nos llena de valor para acercárnosle. Él conoce nuestro clamor. Él probó nuestra lucha. Él nos invita a acudir con confianza cuando sentimos nuestra necesidad.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 26 ~ El porqué de la cruz

26

Cristo sufrió y murió . . .

PARA PONER FIN AL SACERDOCIO DEL ANTIGUO TESTAMENTO Y CONVERTIRSE EN EL SUMO SACERDOTE ETERNO

Y los otros sacerdotes … por la muerte no podían continuar; mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. … [Jesucristo] no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
Hebreos 7:23-27

Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.
Hebreos 9:24-26

Todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios.
Hebreos 10:11-12

Una de las más grandes frases de la verdad cristiana es «una vez por todas». Viene de la palabra griega (efapax) y quiere decir «una vez para siempre». Significa que algo sucedió que fue decisivo. El acto logró tanto que no es necesario que se repita jamás. Todo esfuerzo por repetirlo podría desacreditar el logro que tuvo lugar «una vez para siempre».

Era una sombría realidad que año tras año los sacerdotes de Israel tuvieran que ofrecer sacrificios de animales por sus propios pecados y por los pecados del pueblo. Yo no quiero decir que no hubiera perdón. Dios estableció estos sacrificios para el alivio de su pueblo. La gente pecaba y necesitaba un sustituto que sufriera su castigo. Fue por misericordia que Dios aceptó el ministerio de sacerdotes pecadores y animales sustitutos.

Pero había un lado oscuro en esto. Tenía que realizarse una y otra vez. La Biblia dice: «Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados» (Hebreos 10:3). El pueblo sabía que cuando ellos ponían las manos sobre la cabeza de un toro para transferir sus pecados al animal, después tendría que hacerse otra vez. Ningún animal sería suficiente para sufrir por los pecados humanos. Los sacerdotes pecadores tenían que sacrificar por sus propios pecados. Los sacerdotes mortales tenían que ser reemplazados. Los toros y los machos cabríos no tenían vida moral y no podían llevar la culpa del hombre. «La sangre de los toros y los machos cabríos no puede quitar los pecados» (Hebreos 10:4).

Pero había un ribete de plata en esta nube de insuficiencia sacerdotal. Si Dios honraba aquellas cosas inadecuadas, ello sería porque un día enviaría a un siervo calificado para completar lo que aquellos sacerdotes no podían realizar: erradicar el pecado una vez por todas.

Eso es lo que Cristo es. Jesús vino a ser el Sacerdote definitivo y el Sacrificio definitivo. Inmaculado, no ofreció sacrificios por Él mismo. Inmortal, nunca tiene que ser reemplazado. Humano, podía llevar los pecados humanos. Por lo tanto, no ofreció sacrificios por sí mismo; se ofreció a sí mismo como el sacrificio definitivo. Nunca habrá necesidad de otro. Hay un mediador entre nosotros y Dios. Un sacerdote. No necesitamos otro. Felices aquellos que se acercan a Dios sólo a través de Cristo.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 25 ~ El porqué de la cruz

25

Cristo sufrió y murió . . .

PARA CONVERTIRSE PARA NOSOTROS EN EL LUGAR DONDE NOS REUNIMOS CON DIOS

Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo,
¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo.
Juan 2:19-21

Mátenme, y me convertiré en el centro mundial de reunión con Dios». Esa es la manera en que yo haría la paráfrasis de Juan 2:19-21. Ellos pensaron que Jesús se refería al templo de Jerusalén. «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Pero se refería a su cuerpo.

¿Por qué Jesús estableció la conexión entre el templo judío y su propio cuerpo? Porque Él vino a tomar el lugar del templo como sitio de reunión con Dios. Con la venida del Hijo de Dios en carne humana, el ritual y la adoración experimentarían profundo cambio. Cristo mismo llegaría a ser el final cordero de la Pascua, el sacerdote final, el templo final. Todos ellos pasarían, pero él permanecería.

Lo que quedó sería infinitamente mejor. Refiriéndose a Él mismo, Jesús dijo: «Os digo, uno mayor que el templo está aquí» (Mateo 12:6). El templo llegó a ser la morada de Dios en tiempos excepcionales, cuando la gloria de Dios llenó el santo lugar. Pero de Cristo la Biblia dice: «Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Colosenses 2:9). La presencia de Dios no va y viene en Jesús. Él es Dios, y donde nos encontramos con Él encontramos a Dios.

Dios se reunió con las personas en el templo a través de muchos imperfectos mediadores humanos. Pero ahora se dice de Cristo: «Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5). Si queremos reunirnos con Dios en adoración, hay un solo lugar adonde debemos ir: a Jesucristo. El cristianismo no tiene centro geográfico como el islamismo y el judaísmo.

Una vez, cuando Cristo confrontó a una mujer con su adulterio, esta cambió el tema y dijo: «Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús la siguió en su digresión: «Mujer, … la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre». La geografía no es lo importante. ¿Qué es lo importante? «La hora viene, y ahora es», continuó Jesús, «cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Juan 4:20-23).

Jesús cambia de categoría completamente. Ni en este monte ni en esta ciudad, sino en Espíritu y en verdad. Él vino al mundo para ampliar las limitaciones geográficas. No hay templo ahora. Jerusalén no es el centro. Cristo lo es. ¿Queremos ver a Dios? Jesús dice: «Cualquiera que me ha visto ha visto al Padre» (Juan 14:9). ¿Queremos recibir a Dios? Jesús dice. «El que me recibe a mí, recibe al que me envió» (Mateo 10:40). ¿Queremos tener la presencia de Dios en la adoración? La Biblia dice: «El que confiesa al Hijo tiene también al Padre» (1 Juan 2:23). ¿Queremos honrar al Padre? Jesús dice: «El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió» (Juan 5:23).

Cuando Cristo murió y resucitó, el viejo templo fue reemplazado por el Cristo mundialmente accesible. Puedes ir a él sin mover un músculo. Él está tan cerca como la fe.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 24 ~ El porqué de la cruz

24

Cristo sufrió y murió . . .

PARA DARNOS SEGURO ACCESO AL LUGAR SANTÍSIMO

Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo
por la sangre de Jesucristo…
Hebreos 10:19

Uno de los grandes misterios en el Antiguo Testamento fue el significado de la tienda de campaña que Israel utilizaba para la adoración llamada «tabernáculo». El misterio se insinuó pero no se hizo claro. Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto y llegó al Monte Sinaí, Dios dio detalladas instrucciones a Moisés sobre cómo construir esta tienda de campaña de adoración con todas sus partes y mobiliario. La parte misteriosa acerca de esto fue el siguiente mandato: «Mira y hazlos conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte» (Éxodo 25:40).

Cuando Cristo vino al mundo 1.400 años más tarde, se reveló en forma más completa que este «modelo», porque el viejo tabernáculo era una «copia» o una «sombra» de las realidades en el cielo. El tabernáculo fue una figura terrenal de una realidad celestial. Así, pues, en el Nuevo Testamento leemos esto: «[Los sacerdotes] sirven a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el tabernáculo, diciéndole: Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte» (Hebreos 8:5).

De modo que todas las prácticas del culto de Israel en el Antiguo Testamento señalan hacia algo más real. Así como había lugares santos en el tabernáculo, donde el sacerdote repetidamente manejaba la sangre del sacrificio de los animales y se reunía con Dios, así hay «lugares santos» infinitamente superiores a aquellos en el cielo, donde Cristo entró con su propia sangre, no repetidamente, sino una vez por todas.

Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención (Hebreos 9:11-12).

La implicación de esto para nosotros es que la vía está ahora abierta para que podamos ir con Cristo a todos los lugares santísimos de la presencia de Dios. Antiguamente sólo los sacerdotes judíos podían entrar en la «copia» y «sombra» de estos lugares. Sólo el sumo sacerdote podía ir una vez al año dentro del Lugar Santísimo donde la gloria de Dios aparecía (Hebreos 9:7). Había una cortina prohibitoria que protegía el lugar de la gloria. La Biblia nos dice que cuando Cristo expiró en la cruz, «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Y la tierra tembló y las rocas se partieron» (Mateo 27:51).

¿Qué significaba eso? La interpretación nos es dada en estas palabras: «[Tenemos] libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne» (Hebreos 10:19-20). Sin Cristo, la santidad de Dios tenía que protegerse de nosotros. El habría sido deshonrado, y nosotros habríamos sido consumidos a causa de nuestro pecado. Pero ahora, gracias a Cristo, podemos acercarnos y festejar nuestros corazones en la plenitud de la flamígera hermosura de la santidad de Dios. Él no será deshonrado. Nosotros no seremos consumidos. Porque por el todo protector Cristo, Dios será honrado, y nosotros permaneceremos en admiración reverente para siempre. Por consiguiente, no temamos ir a Él. Pero hagámoslo por medio de Cristo.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.

Lectura 23 ~ El porqué de la cruz

23

Cristo sufrió y murió . . .

PARA QUE PODAMOS PERTENECER A ÉL

También vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos.
Romanos 7:4

No sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio.
1 Corintios 6:19-20

[Apacentemos] la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre.
Hechos 20:28

Lo más importante no es quiénes somos, sino de quién somos. Por supuesto, muchas personas creen que no son esclavas de nadie. Sueñan con la independencia total. Como una medusa llevada por las olas se siente libre porque no tiene las ataduras que tiene una barnacla.

Pero Jesús tenía un mensaje para las personas que pensaban de esa manera. Dijo: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Pero ellos respondieron: «Jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo es que dices tú: Seréis libres? Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado esclavo es del pecado» (Juan 8:32-34).

La Biblia no da categoría de real a los pecadores que se consideran con determinación propia. No existe autonomía en el mundo caído, Estamos gobernados por el pecado o gobernados por Dios. «Sois esclavos de aquel a quien obedecéis … Cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia. Mas ahora … habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios» (Romanos 6:16, 20, 22).

La mayor parte del tiempo somos libres de hacer lo que deseamos. Pero no somos libres para desear lo que debemos. Para eso necesitamos un nuevo poder basado en una compra divina. El poder es de Dios. Por eso es que la Biblia dice: «Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón» (Romanos 6:17). Dios es el único que puede concederles que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él (2 Timoteo 2:25-26).

Y la compra que desata ese poder es la muerte de Cristo. «No sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio (1 Corintios 6: 19-20). ¿Y qué precio pagó Cristo por los que confían en Él? «Los ganó con su propia sangre» (Hechos 20:28).

Ahora sí somos libres. No para ser autónomos, sino para desear lo que es bueno. Un nuevo método de vida se abre ante nosotros cuando la muerte de Cristo llega a ser la muerte de nuestro viejo yo. La relación con el Cristo vivo reemplaza las reglas. Y la libertad de producir frutos reemplaza la esclavitud de la ley. «Vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (Romanos 7:4).

Cristo sufrió y murió para que pudiéramos estar libres de la ley y el pecado, y pertenecer a Él. Aquí es donde la obediencia deja de ser una carga y se convierte en la libertad de llevar fruto. Recuerde, no nos pertenecemos. ¿De quién es usted? Si es de Cristo, acérquese entonces y sea de Él.

**Esta lectura está tomada de La Pasión de Jesucristo, por John Piper.